El viejo no quiere
comer. Aprieta los dientes y mueve la cabeza mientras la mujer le grita
dale, papá, dale. El plato está lleno de puré bien pisado, bien lechoso,
bien insípido. La mitad del jugo quedó
en el suelo con el primer pase de factura, parece meada.
Las luces están apagadas y las persianas
bajas, la tele apenas llega a iluminar la cocina que se viene abajo. Cuando
Mirtha aparece en pantalla la discusión queda en pausa. El viejo se olvida de sus
ganas de morirse y de los ochenta que le pesan en los huesos. Calcula que sus
remedios del mes valen un cuarto del anillo ese, ese que la señora
muestra mientras dice que como te ven te tratan. Con tristeza
piensa en que se ve para la mierda y en que no ve nada. Hace meses que se dejó
estar.
¿Qué te
pasa papá? pregunta la mujer
con los ojos húmedos. El viejo no le contesta, sigue pensando en el anillo de
Mirtha, la plata que le falta y la mierda que le toca vivir. Resignada levanta
el plato y se lo da a la perra que recibe agradecida la comida. Se queda
mirando por la ventana mientras se toca un pecho, duele, supura. Una lágrima
hace amago de caída libre, pero se choca con la mano castradora en el camino. Nada de escenas piensa, ya no puedo hacer nada. Y aprieta los
dientes y mueve la cabeza, como su papá.
Al lado de la puerta la perra mueve la cola, se
queja hasta que tiene que ladrar fuerte para le presten atención. La mujer se
mueve y estira el brazo para abrirle, el esfuerzo la deja pálida. Putea y se
deja caer en una silla, agarra el diario apenas ojeando algunos títulos. Mirtha
ya terminó y ahora empiezan los chimentos. Mira de costado, su papá no se mueve
y parece que está en otro mundo, no vale la pena insistirle. Hace unas semanas
que siente que pierde fuerza, ganas, que tiene que empujarse para darle de
comer y obligarlo a tomar las pastillas. Y hace meses que ella dejó las suyas y
come apenas para no desaparecer.
Con
esfuerzo el viejo se levanta y camina hasta su pieza. Los veinte metros se le
hacen infinitos, arrastra los pies mientras piensa en lo desgraciada que es su
vida y la de su hija. Un paso, otro paso, la puerta que abre de un empujoncito.
“Pobre Inés” susurra. A veces entiende todo y otras un carajo, a veces se
acuerda del color preferido de su esposa y otras ni siquiera de cómo se
llamaba. Le repugna sentirse indefenso ante el tiempo y la memoria, ser un
cuerpo que no da más, que es obligado a seguir para alimentar la soledad.
Porque se siente solo y su hija también, los dos se despiden tan lento de todo
y de todos que ya no lo tolera.
Al fin
llega hasta la cama y se acuesta. Cierra los ojos con fuerza pero sabe que se
va a despertar, hoy no es el día. Piensa desesperadamente en que quiere (mo)irse
después de su hija, no quiere que lo lloren y lucha contra las ganas que tiene
de morirse. Si supiera que ella aguanta el dolor para que él no la extrañe,
seguramente dejaría de luchar contra los riñones y la viudez. Y si ella supiera que su padre lo
sabe todo, seguramente dejaría de jugar a la mártir todos los días mientras el
cáncer se la come.
En la
cocina Inés limpia el piso pegoteado y putea bajito. No le hace caso al tirón
del pecho y al eco que siente en los oídos. Se quema la cabeza pensando en por
qué su papá se está portando así. Seguro
se dio cuenta, es mi culpa, hace unos días puse cara rara, de dolor, sí, sí,
cuando me agaché.
Mientras
el padre duerme, la mujer se cambia las gasas y pone una remera más cómoda. Se
asquea de sí misma, odia sentir que perdió, que se deforma de adentro hacia
afuera. La enferma sentirse enferma, desvalida, una sentenciada con alguien a quien cuidar. Pero igual
resiste, intenta no desaparecer debajo de la ropa, se cura la infección y hace
que sonríe. No le parece justo hacer cargo a nadie de su situación, ni de la de
su papá. Siempre fueron ellos dos, solos y juntos.
El viejo,
mientras tanto, sueña que se muere y es
feliz, sueña que su hija se cura y sus hermanos vienen a cuidarla. Sabe que
nada puede ser real, pero sonríe y la mueca se le imprime en la cara. Afuera
empieza a llover. Adentro las goteras se multiplican.
Una gota
inoportuna despierta al viejo de la siesta. Otra gota inoportuna cae en el té
que Inés está tomando. Él se levanta y los dos se encuentran a medio camino del
sillón, se sientan en las esquinas en silencio mientras escuchan como el techo
se sacude con la lluvia. Inés le pregunta a su padre si descansó, él apenas
mueve la cabeza, ella adivina un sí.
La
tristeza en los ojos del viejo se vuelve roja, corpórea, un pequeño derrame que
le nubla la visión mientras mira a su hija. La mujer se acerca, lo examina, lo
acaricia, lo padece unas lágrimas sin querer. Entonces se levanta a buscar las
cosas del consultorio, se viste de médica y lo atiende diciendo pobre viejo. El viejo odia que le digan
pobre, que lo compadezcan, que se olvide de que la está escuchando, pero se
deja atender.
Presión alta diagnostica Inés, ¿estás nervioso? Él contiene las ganas de decir que sí, que
no sabe qué hacer porque no puede hacer nada. La vejez es amarga. Su hija lo atiende metódica y le recomienda
que se tranquilice, que tome a horario los remedios, que se alimente bien. Él
suspira y mira el piso.
Con la
vista clavada en las baldosas se acuerda de la última descompostura que tuvo y
se le hace un nudo en el pecho. Él estaba en el patio y de repente se sintió
mal, intentó entrar a la casa pero tropezó y se cayó al piso. Mientras estaba
tirado sintió la humillación de la edad en los huesos, en las caderas chirriantes
y las manos débiles. No podía hacer más que llamar a su hija para pedirle
ayuda. Inés escuchó que la llamaba y se acercó corriendo, quiso
levantarlo, se esforzó pero no pudo, entretanto se tocaba el pecho y
se le transformaba la cara. Dolor. El viejo notó como su hija sufría, tomó
conciencia de lo enferma que estaba, de cómo los dos estaban en el suelo
llorando por no poderse ayudar. Ella comenzó a gritar hasta que un vecino se
acercó. Todavía se acuerda de la expresión de Andrés, el hombre que los levantó
y entró a la casa mientras intentaba calmarlos. Pena, su cara era la pena
misma.
El viejo
vuelve a la realidad de su presión alta y escucha sin escuchar los consejos de
su hija. Los dos se miden con los ojos cansados, con la certeza de que ya no pueden
hacer nada. Se adivinan la derrota mientras la noche se les viene encima y los
dolores les piden pastillas. Apenas es lunes.