viernes, 26 de octubre de 2012

Historia de dos muertos.


El viejo no quiere comer. Aprieta los dientes y mueve la cabeza mientras la mujer le grita dale, papá, dale. El plato está lleno de puré bien pisado, bien lechoso, bien insípido. La mitad del jugo  quedó en el suelo con el primer pase de factura, parece meada.

Las luces están apagadas y las persianas bajas, la tele apenas llega a iluminar la cocina que se viene abajo. Cuando Mirtha aparece en pantalla la discusión queda en pausa. El viejo se olvida de sus ganas de morirse y de los ochenta que le pesan en los huesos. Calcula que sus remedios del mes valen  un cuarto del anillo ese, ese que la señora muestra mientras dice que como te ven te tratan. Con tristeza piensa en que se ve para la mierda y en que no ve nada. Hace meses que se dejó estar.

¿Qué te pasa papá? pregunta la mujer con los ojos húmedos. El viejo no le contesta, sigue pensando en el anillo de Mirtha, la plata que le falta y la mierda que le toca vivir. Resignada levanta el plato y se lo da a la perra que recibe agradecida la comida. Se queda mirando por la ventana mientras se toca un pecho, duele, supura. Una lágrima hace amago de caída libre, pero se choca con la mano castradora en el camino. Nada de escenas piensa, ya no puedo hacer nada. Y aprieta los dientes y mueve la cabeza, como su papá.

Al  lado de la puerta la perra mueve la cola, se queja hasta que tiene que ladrar fuerte para le presten atención. La mujer se mueve y estira el brazo para abrirle, el esfuerzo la deja pálida. Putea y se deja caer en una silla, agarra el diario apenas ojeando algunos títulos. Mirtha ya terminó y ahora empiezan los chimentos. Mira de costado, su papá no se mueve y parece que está en otro mundo, no vale la pena insistirle. Hace unas semanas que siente que pierde fuerza, ganas, que tiene que empujarse para darle de comer y obligarlo a tomar las pastillas. Y hace meses que ella dejó las suyas y come apenas para no desaparecer.

Con esfuerzo el viejo se levanta y camina hasta su pieza. Los veinte metros se le hacen infinitos, arrastra los pies mientras piensa en lo desgraciada que es su vida y la de su hija. Un paso, otro paso, la puerta que abre de un empujoncito. “Pobre Inés” susurra. A veces entiende todo y otras un carajo, a veces se acuerda del color preferido de su esposa y otras ni siquiera de cómo se llamaba. Le repugna sentirse indefenso ante el tiempo y la memoria, ser un cuerpo que no da más, que es obligado a seguir para alimentar la soledad. Porque se siente solo y su hija también, los dos se despiden tan lento de todo y de todos que ya no lo tolera.

Al fin llega hasta la cama y se acuesta. Cierra los ojos con fuerza pero sabe que se va a despertar, hoy no es el día. Piensa desesperadamente en que quiere (mo)irse después de su hija, no quiere que lo lloren y lucha contra las ganas que tiene de morirse. Si supiera que ella aguanta el dolor para que él no la extrañe, seguramente dejaría de luchar contra los riñones  y la viudez. Y si ella supiera que su padre lo sabe todo, seguramente dejaría de jugar a la mártir todos los días mientras el cáncer se la come.
En la cocina Inés limpia el piso pegoteado y putea bajito. No le hace caso al tirón del pecho y al eco que siente en los oídos. Se quema la cabeza pensando en por qué su papá se está portando así. Seguro se dio cuenta, es mi culpa, hace unos días puse cara rara, de dolor, sí, sí, cuando me agaché.

Mientras el padre duerme, la mujer se cambia las gasas y pone una remera más cómoda. Se asquea de sí misma, odia sentir que perdió, que se deforma de adentro hacia afuera. La enferma sentirse enferma, desvalida, una sentenciada  con alguien a quien cuidar. Pero igual resiste, intenta no desaparecer debajo de la ropa, se cura la infección y hace que sonríe. No le parece justo hacer cargo a nadie de su situación, ni de la de su papá. Siempre fueron ellos dos, solos y juntos.

El viejo, mientras tanto,  sueña que se muere y es feliz, sueña que su hija se cura y sus hermanos vienen a cuidarla. Sabe que nada puede ser real, pero sonríe y la mueca se le imprime en la cara. Afuera empieza a llover. Adentro las goteras se multiplican.
Una gota inoportuna despierta al viejo de la siesta. Otra gota inoportuna cae en el té que Inés está tomando. Él se levanta y los dos se encuentran a medio camino del sillón, se sientan en las esquinas en silencio mientras escuchan como el techo se sacude con la lluvia. Inés le pregunta a su padre si descansó, él apenas mueve la cabeza, ella adivina un sí.

La tristeza en los ojos del viejo se vuelve roja, corpórea, un pequeño derrame que le nubla la visión mientras mira a su hija. La mujer se acerca, lo examina, lo acaricia, lo padece unas lágrimas sin querer. Entonces se levanta a buscar las cosas del consultorio, se viste de médica y lo atiende diciendo pobre viejo. El viejo odia que le digan pobre, que lo compadezcan, que se olvide de que la está escuchando, pero se deja atender.
Presión alta diagnostica Inés, ¿estás nervioso?  Él contiene las ganas de decir que sí, que no sabe qué hacer porque no puede hacer nada. La vejez es amarga.  Su hija lo atiende metódica y le recomienda que se tranquilice, que tome a horario los remedios, que se alimente bien. Él suspira y mira el piso.

Con la vista clavada en las baldosas se acuerda de la última descompostura que tuvo y se le hace un nudo en el pecho. Él estaba en el patio y de repente se sintió mal, intentó entrar a la casa pero tropezó y se cayó al piso. Mientras estaba tirado sintió la humillación de la edad en los huesos, en las caderas chirriantes y las manos débiles. No podía hacer más que llamar a su hija para pedirle ayuda. Inés escuchó que la llamaba y se acercó corriendo, quiso levantarlo,  se esforzó  pero no pudo, entretanto se tocaba el pecho y se le transformaba la cara. Dolor. El viejo notó como su hija sufría, tomó conciencia de lo enferma que estaba, de cómo los dos estaban en el suelo llorando por no poderse ayudar. Ella comenzó a gritar hasta que un vecino se acercó. Todavía se acuerda de la expresión de Andrés, el hombre que los levantó y entró a la casa mientras intentaba calmarlos. Pena, su cara era la pena misma.

El viejo vuelve a la realidad de su presión alta y escucha sin escuchar los consejos de su hija. Los dos se miden con los ojos cansados, con la certeza de que ya no pueden hacer nada. Se adivinan la derrota mientras la noche se les viene encima y los dolores les piden pastillas. Apenas es lunes.

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