lunes, 4 de julio de 2011

Economía de la palabra

  El hombre es contador; se pasa el día sentado frente a la computadora, en su pequeña oficina del tercer piso en el edificio más alto de la ciudad. Allí registra, arquea y balancea mientras espera el descanso. Después de un café vuelve; registra, arquea y balancea un poco más.
  El contador tiene la facilidad de ser especialista en algo de lo que su jefe no tiene idea, que sabe negociar pero no administrar. El día que descubrió eso, su mente rápidamente concibió la metodología del robo, delicado y casi convertido en arte. No había que abusarse ni ser desprolijo, bastaba con el descuento progresivo y la colección de ceros adrede para ir creando una pequeña fortuna.
  Nadie lo notaba, ni buscaba notarlo. El contador tenía una conducta intachable, años y años de servicio, apenas la mitad implementando el maquillaje numérico. Por eso no causaba males ni desbalances, sólo conseguía, con trabajo de hormiga, desatomizar su cuenta. Aún así, no decidía cuándo concluiría su tarea, o qué haría con el premio al final del recorrido.
  El contador es un hombre que hace las cosas como deben hacerse; casi por mandato familiar y apuro de los años, se había casado y tenido un hijo. Recordaba cuando su esposa insistió en poner un paraíso en la puerta de su casa, y él, obediente, cumplió el segundo objetivo a concretar por todo aquel que quiera breves lapsus de felicidad, plantar un árbol. 
  Le restaba el punto del libro, pero ese asunto era cada vez más complejo. La dificultad principal radicaba en el escueto vocabulario del contador, que hace tiempo había reemplazado su diccionario mental por fórmulas matemáticas y categorías numéricas que a cualquiera le darían miedo. Pero él se sentía feliz, y aplicaba sus principios economizadores cada vez que hablaba. Era realmente admirable, como a lo largo de los años, había perfeccionado la técnica de la síntesis y la supresión de palabras que consideraba prescindibles.
   Había comenzado con los adjetivos que lo hacían dudar. Para él un balance cerraba o no cerraba, por lo tanto era correcto o erróneo, tanto así que lo abrumaban los sinónimos y la adjetivación excesiva. Se retorcía por dentro cuando alguien decía que su trabajo era preciso, perfecto, exacto, cabal, justo, adecuado, apropiado, acertado, preciso. Y todavía más se retorcía cuando era erróneo, errado, falso, defectuoso, equivocado, inexacto; o como gustaba decir su jefe ante las erratas del personal, listo para rehacer.
   Luego había suprimido esas cuestiones adverbiales que le hacían gastar saliva. De circunstancia, de tiempo, de lugar, de modo. Uno a uno se fueron perdiendo en la memoria, que ascendía lugares a las nociones de debe y haber, análisis FODA, auditorias y ajustes interminables. Y así, poco a poco, del sujeto y verbo el contador no salía.
   Esta cuestión cuasi obsesiva, pero admirable por lo progresiva y pragmática, era seguida por sus compañeros de trabajo. Tal vez  fuera la atención puesta en la singular meta de economía de la palabra la que  desviara del ojo de la tormenta, o de la calculadora maestra, los números que poco a poco se sumaban en la cuenta del contador. Quien no hacía ostentación de ningún tipo, ni en el trabajo ni en su casa, y seguía ahorrando, siempre ahorrando.
     El contador, más conocido como Manuel, está cansado del ritmo monótono de cada día, y aunque el robo sistemático le aporta cierta aventura, ya no le provee la misma satisfacción de antes. Este mes decidió implementar la técnica de la respuesta corta, sí o no, y cada tanto, sin abusar, un tal vez.  Incluso comenzó a incurrir en la supresión paulatina de sustantivos, pero eso se le sigue costando un poco.
     Más allá de sus dos divertimentos ahorrativos, su jefe está cada vez más y más hablador, y él evita cruzarlo en los pasillos. Está preocupado, bajan las ventas, Manuel lo sabe;  la empresa decae. Y no sabe por qué, pero tiene ganas de un golpe, de algo fuerte que desestabilice y ahorre años de trabajo, ahorre medidas eficaces contra la ruina y le ahorre dar explicaciones al cierre del año.
    Y se prepara para el momento de gloria, cuando no haya qué decir, y las palabras sobren, realmente sobren.  Por eso bordea el paraíso, entra a su casa, besa a su mujer y agarra una hoja. Escribe la cifra, sólo eso, porque no hace falta agregar nada más. Mañana, seguramente así sea, todo termine y empiece, aunque todavía no haya decidido qué es lo que vaya a empezar.
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     Los escritorios están revueltos y los cafés sin terminar, las corbatas más apretadas de lo usual y esa mujer no para de llorar, porque seguramente de ella prescindan el día de hoy. Desde la pérdida de una suma irrisoria, los empleados caen como soldaditos, mientras Manuel sigue en su oficina del tercer piso en el edificio más alto de la ciudad, pensando en que al fin logró contagiar su pulsión por economizar.
     Ahora, sus compañeros se saludan con un gesto de la cabeza; sólo se escuchan onotomatopeyas, sonidos que intentan ser discursos largos, esos que tanto molestan al contador.  Por eso está tan contento, sabedor de que esa misma tarde deja la casa, a su mujer y a su hijo, al paraíso que el mismo plantó, y se va lejos. Porque todavía no sabe lo que quiere, pero prefiere decidir en otro lado, donde haya luz de verdad, y no ese intento de sol que pretende ser el  foquito de su oficina.
     Sonríe, sí, sonríe mientras firma la renuncia, y piensa en el viaje que le espera y en la forma en que ahorrará yéndose en tren. No se extiende, simplemente escribe “renuncio”.  Y se va, deja la carta en la entrada, feliz, no dice nada, no se despide. Tal vez alguien nota, en el fondo de sus ojos grises, la satisfacción, el signo de la vida asegurada mientras deja el lugar, sin nada en los bolsillos más que el pasaporte; si así es, nadie lo dice.
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       Manuel se sienta a esperar el tren, tomando un café sin azúcar, leyendo la sección financiera del diario. Y lee como su empresa se cae, se funde sin más que hacer por una extracción abusiva. Siente un poco de culpa. Sigue leyendo, pasa de sección. Bien conciso, sin palabras de más, su foto consume un cuarto de hoja; el epígrafe reza: se busca. El tren no viene.

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