sábado, 30 de julio de 2011

Procesos

    Y antes de irse, despidiéndose de toda la mierda que le hizo mal, pero también de la dulzura del viejo que lloraba y lloraba con los ojos secos, me heredó lo que yo siempre quise, el salto al pasado y la certeza de lo que realmente fue. Porque estamos de vuelta, y no tiene por qué negarse esta especie de absolución divina, no para sí misma, sino para los que ahora sé hijos de puta, con nombre y apellido.
     El combo fue completo, porque en ese entonces no valía el golpe y nada más, porque eso no alcanzaba para que alguien soltara la lengua, mucho menos mi mamá, y bien que me lo puedo imaginar. En ese entonces ella era una chica bien, que dejó de ser bien, según mis abuelos, el día que se juntó con mi papá. Desde Francia leía y me reía cuando en el medio de las manifestaciones de extrañamiento de mi abuela Celia, se colaba un “si no hubiera sido por tu padre”. Pero creo que lo decía por costumbre, para tener algo de qué quejarse y no por resentimiento. Quién sabe.
     Me gustó siempre la historia de cómo se conocieron, porque ninguno mintió y agrandó las cosas, o le atribuyó al encuentro alguna intervención del destino. Su primer enamoramiento fue racional, porque entendí después de escuchar varias veces cómo se dieron las cosas, que todo se remitió a una admiración de ideas, de capacidad, de forma de crear el mundo con las mismas palabras que otros condenaban cuerpos.  Y después, tan rápido que hasta ambos difieren en los tiempos de los hechos, el enamoramiento fue pasional; ahí ya no quise saber más detalles.
       Él estaba en la universidad, filosofía. Me volvió loca toda la adolescencia con sus planteamientos que iban más allá, de eso nunca se dio cuenta, de mis capacidades cognoscitivas. Pero le gustaba que yo aprendiera, que fuera una chica pensante; decía que conocer era la única vía para cuestionar, y que del cuestionamiento venía  todo lo demás, creación y superación. A él se debe mi necesidad cuasi compulsiva de tener la última palabra, de no aceptar lo que se me ofrece y nada más. Esto se volvió en su contra en algún momento, cuando quise volver a casa, y él insistía en que todavía no era el momento, y mamá me pedía paciencia, y yo que tenía ganas de tomarme un avión, estar acá, que mágicamente todo se resuelva, pero no, yo sabía que no era posible y que ellos tenían razón, por eso nunca tomé el avión, y esperé.
    Mamá sabía que tenía parte de culpa en que yo no entendiera y no aceptara, porque me hizo vivir en una burbujita de cristal; me condenó a varios años de estupidez, acá y allá, allá y acá, callándose de golpe cuando apenas si mencionaba algo relacionado al proceso. Y yo no preguntaba, nunca lo hice. Ni siquiera cuando me hicieron armar las valijas y salir al otro día para Europa. No pude saludar a mis abuelos y tíos, tampoco avisar a mis amigos. Me llevaron así nada más, llorando pero sin reclamos.
     Me acuerdo del viaje en avión, de mi cara de susto cuando papá no supo qué contestar cuando pregunté cuándo volvíamos. También de la expresión de mamá, que con cada kilómetro parecía desprenderse de un recuerdo más. Ahora comprendo que no los estaba liquidando, sino guardando celosamente para regalármelos este día. Y me alegra saber al fin cómo fueron las cosas, aunque sienta la garganta cerrarse con un grito de llanto implacable, que sube y sube, que crece y explota. Me quiebro. Pero ya habrá tiempo para tener pena, después, cuando conozca  todos los detalles que ahora se me presentan así, sin filtro, con toda la malevolencia de la realidad que se me cae encima y se revela mientras mi mamá se enfría.
    “Fue un momento de mierda, porque teníamos tanto miedo… pero no lo decíamos, nunca hablábamos de eso.  Fuimos  valientemente cobardes, y nos enfrentamos a lo que venía, hasta que se llevaron a tu papá. Entonces me aterré y cometí la estupidez de preguntar por él. También me llevaron”.
       La voz se hizo casi imperceptible cuando habló de submarinos y yo no entendía, hasta que explicó cómo le aplicaron uno mojado y casi se ahoga en la meada de un coronel, el mismo que después  le arrancó la ropa, el mismo que la violó hasta desangrarla, el mismo que le pateó el vientre porque ya casi que ni reaccionaba.
       Me retorcí, incliné la cabeza para que mi mamá no viera como los labios se me ponían verdes de repugnancia. Estoy conociendo papá, me gustaría decir, y ya tengo mis críticas, y ya tengo mi forma de superar todo esto. Que todos conozcan papá, para que no tengamos que cargar con esto vos y yo solos, porque mamá ya se está yendo.  Él no me mira, la mira a ella, que le sonríe como hace veinte años,  y seguramente como hace cuarenta.
        Me piden que no llore, y yo ni siquiera noté que lo estaba haciendo. Al fin tengo mi herencia, la verdad de lo que pasó, y la burbuja se hace mierda contra el piso, contra las paredes, contra el vientre de mi mamá. Y no sé por qué carajo tengo uno de esos procesos mentales que te llevan a certezas que no querías tener, y cuando vi a mi mamá que ya se moría le pregunté: “¿y el coronel?”. Ella se quedó callada antes de decirme “José Ignacio Corrado”. Y se murió nomas, mirando a Manuel, el filósofo, que ahora lloraba con los ojos húmedos. Al fin entendí a la abuela Celia, al fin sé el nombre del hijo de puta mayor, y al fin tengo razones para querer decir au revoir.

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