El abuelo se detiene en el espejo, en esa arruga chiquita que ayer no vio. Se queda pensativo, acariciando el nuevo pliegue con sus dedos flacos. Se enoja bastante, pero con un enojo tan teñido de resignación que apenas si frunce un poco la nariz.
Se asoma por la ventana aunque no hayan tocado la puerta, y espía la calle en una especie de mala costumbre. Por efecto de la misma inercia se arrastra hasta la cocina a tomar mate y cuenta, cuenta en su cabeza cuántos días más le quedan de esta vida de mierda. Nadie responde, ni su propia voz ni la de la mujer jovencita, esa linda de hace más de treinta años. Cambia la yerba.
Durante los últimos años aprendió a convivir con dos cosas: los recuerdos y las arrugas. Aprendió también, casi a la fuerza, que ambos hechos están íntimamente ligados y es imposible, por ende, separarlos. Por supuesto que trató de lograrlo parea hacer de su vida algo menos miserable. Pero parece que eso de la justicia divina existe, y hace mucho que no tiene paz. Vive a mate, a sol que entra por la ventana, a empujones.
Se seca una lagrimita de sus ojos azules y catarrosos. Piensa, como todas las mañanas, en cómo empezó todo y en cómo es que debería terminar. Piensa en la mujer, en su expresión asqueada, en el odio. Y sobre todas las cosas, piensa en él como depositario de tanta culpa y tanta porquería.
"Son todos unos hijos de puta", dice el abuelo mientras se mira las manos, corroídas por los años y por los gobiernos. Y dice más cosas así, todos los días, encerrado en una casa linda en un barrio lindo. No habla más que consigo mismo, y de vez en cuando con algún papelito. Pero no ve muy bien, y sólo usa un anotador para llevar la cuenta, bien exacta, de las nuevas arrugas, de los nuevos muertos que se calcan en su cara. Son cuarenta y nueve.
La cuadragésima novena muerte fue en agosto, se acuerda bien porque todavía hacía frío y era el cumpleaños de un general del regimiento. Puta memoria. Y más puta la mujercita linda esa, que llegó una noche con el novio en plena noche. A él no le tocaba ese turno, solamente estaba haciéndole un favor a un compañero al que le debía bastantes más.
Cuando la vio le gustó enseguidita, “yo me hago cargo” dijo. Al pibe lo despachó, y a ella se la llevó casi a las rastras. Nunca vio que alguien luchara tanto, que no viera lo inútil que era resistirse. La golpeó feo, de eso se acuerda. No se puede sacar de la cabeza el ruido del hueso que le partió, la humedad de la boca que lo puteaba y puteaba. Y peor, no puede borrar el reflejo de su cara en los ojos de la mujer, que murió con el cuerpo descubierto y el grito en la garganta. Esa arruga es bien honda, casi tanto que le toca la carne.
Escucha que se larga a llover, se asoma por la ventana. Vuelve a mirarse en el espejo, otra arruga, la cincuenta, la hija que dejó sin madre. Sigue cebando.
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