Un grito ahogado la despertó de una pesadilla. Respiraba con dificultad y sudaba frío. Se pasó una mano por la frente y la sintió ardiendo. Su vientre temblaba y aún no podía dominar la angustia que le hacía chirriar los dientes. Se estiró y encendió la luz. La habitación estaba igual que siempre, ordenada, como a ella le gustaba.
Sin ganas se destapó, y trastabilló al salir de la cama. Echó un vistazo al reloj mientras se ponía las pantuflas. Eran apenas las tres de la mañana. Exhausta fue hasta el baño, y en el espejo vio a una completa extraña. Tenía la expresión cansada y los ojos hinchados y colorados, la boca contraída en una mueca de disgusto, los pómulos delgados y sin brillo. Parecía otra. Se tocó el rostro intentando reconocerse con desesperación. Forzó una sonrisa, pero el resultado no la complació.
Cayó en la cuenta de que no era la primera vez que esto le sucedía, sino que había adquirido una sombría rutina. Noches cortas y alborotadas, desvelos prolongados y angustiosos. Reconocimientos que terminaban en nada. La memoria se le había vuelto difusa. Todos los recuerdos se mezclaban desde el accidente. Se lamentaba cada noche, cuando en sueños las imágenes y los gritos la golpeaban sin culpa.
Dio unos pasos hacia atrás. Mirándose fijo en el espejo improvisó unas posturitas. Seguía siendo hermosa, pero estaba demasiado delgada. Casi raquítica. Parecía débil y a punto de desaparecer. Decidió volver a la cama. Al fin había dejado de llorar. Se tapó hasta la cabeza y comenzó a tararear una canción conocida. Cuan desprotegida se sentía ahora. Estaba sola, más que sola.
Hace mucho nadie se acordaba de ella, todo por culpa del accidente. Cerró los ojos y los hechos comenzaron a sucederse como diapositivas acusadoras. Esa mañana Melisa estaba furiosa con todos, pero más que nada consigo misma. Necesitaba ganar el caso que tenía entre manos, era una cuestión que la obsesionaba, tanto así que casi no veía a su esposo. Tenía decenas de reclamos en su haber, pero nada le importaba. Claro que ese día algo fue diferente. Él insinuó algo respecto a tomarse un tiempo, y ella enloqueció.
Recordó haberlo llamado por todos los nombres malos que conocía y salir pitando de la casa. Oyó el golpe que le dio a la puerta. Luego subió al auto, y no pudo contener más las lágrimas. Se sentía en extremo culpable. Era demasiado egoísta y superflua, pero no le interesaba realmente cambiar. Eso era lo que más culpa le daba.
Su celular comenzó a sonar en forma insistente. Bajó la vista para buscarlo en la cartera. Tal vez atendió. Tal vez era Fausto. Tal vez le pidió perdón. Tal vez le dijo te amo. De nuevo la soledad de la habitación y el silencio ensordecedor.
La tranquilidad fue rota por una llave girando en la cerradura. Unos pasos lentos y pesados se oyeron en el corredor. Melisa abrió los ojos de golpe y se incorporó en la cama. Juntó las manos sobre el regazo y aguardó expectante.
Era él. Al fin llegaba.
Otros pasos más firmes la desconcertaron. Su rostro se contrajo, Fausto no estaba solo. Una voz dulce susurraba cerca de la habitación, pero no pudo entender las palabras. Se escondió entre las sábanas. Su marido estaba con otra mujer, los dos riendo sonoramente. Las voces se oyeron más claro: “que gran noche Lucila, al fin solos”. Melisa se quedó petrificada, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Los suspiros, los llantos, el amor y el dolor se mezclaron en el ambiente cálido de la habitación. Melisa no entendía por qué no la veían, por qué no la oían ¿Acaso era invisible? ¿Su marido era tan descarado como para fingir no distinguirla entre las sábanas? Entonces él y la mujer se tumbaron en la cama. Melisa sufrió el impacto del cuerpo de Lucila sobre el de ella. Pero de alguna manera ambas compartían el mismo espacio. Por segundos fueron una, hasta que Lucila se movió hacia un lado.
Era una locura. “Es un sueño -pensó Melisa-, todavía estoy dormida". Saltó de la cama. Los vio besarse. Enfurecida comenzó a vociferar, pero no la oían, era como si no existiese. Esa idea se expandió en su cabeza como una ráfaga, dejándola sin aliento. Los contempló unos segundos más, hasta que sus lágrimas la desdibujaron hasta borrarla por completo de la habitación y de este mundo.
22/10/10
Cuento recuperado...
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