sábado, 19 de febrero de 2011

El velorio


  Adela fruncía la nariz frente al espejo, se había descubierto unas arruguitas y estaba buscando la forma de disimularlas con una generosa cantidad de base. No consiguió un gran efecto, pero a su edad, no podía pretender que esos insolentes surcos desaparezcan por completo. Se aplicó rubor, pero no demasiado, y se delineó sutilmente los ojos. Siempre fue la misma coqueta, y no veía por qué cambiar ese día.
 Reparó en la hora, y se dio cuenta que le restaban sólo veinte minutos antes de que su casa estuviera infestada de gente. Hizo un repaso por las caras previamente ensayadas. Simplemente se concentró, y ahí estaba la tristeza, el dolor de la pérdida, los ojos llorosos, la pena en los labios. Perfecta. Ella era la perfecta viuda. Salió de la habitación con un impecable atuendo negro, y un pañuelo entre las manos, por si las dudas.
 La casa olía a flores, eso le daba náuseas. Las coronas se repartían en las esquinas de la sala, y con el correr de las horas, el olor se volvía más y más pesado. El timbre sonó, y contuvo el aliento antes de dirigirse hacia la puerta. Recibió con sonrisa rota las condolencias de familia, amigos, vecinos y gente que sinceramente no tenía idea de quienes eran, pero estaban ahí, y merecían verla triste.
 Adela iba y venía. Hablaba con todos, pero también se tomaba su tiempo sollozando junto al ataúd, hasta que alguien iba a consolarla. Apenas probó bocado, pero insistió en que todos tuvieran su taza de café llena. Era una estupenda anfitriona, ofrecía a todos lo que habían ido a buscar, y ellos estaban agradecidos.
 Ernesto, el marido de Adela (ahora difuntísimo), no era un hombre que cosechara muchas amistades. Siempre fue reacio a la vida social, y se mantenía al margen de los eventos que implicaran intimar con el prójimo. Su mujer fue la única, aparte de un par de excepciones, que lograron entenderlo e incluso quererlo como era.
 Adela en cambio era pura chispa, siempre sonriente. Desde que llegaron al barrio no hizo más que hacer amigos, que la invitaban a cenar junto a su esposo, y compartir alguna que otra reunión. Él sufría en cada encuentro, recluyéndose en el rincón más solitario de la habitación, y contestando con monosílabos cuando se le dirigían directamente.
 Con los años, eran pocos aquellos que aún toleraban su extraño comportamiento, y quienes no, comenzaron a alejarse de la pareja. Adela se encontró encerrada en su matrimonio, por primera vez se sintió sola. Lentamente, sus sentimientos por Ernesto se fueron manchando con resentimiento. Lo odiaba por alejarla de todos, y confinarla a una vida de ermitaña.
 Entre sorbos de café, los presentes hablaban sobre la viuda. Se compadecían de su dolor, y eso en algún punto los satisfacía, ellos no estaban sufriendo. Mucha hipocresía en aquel lugar tan chiquito, tanta que casi podía sentirse en el aire.
 Más tarde, la conversación se redirigió hacia Ernesto. Algunos lo criticaron sutilmente, otros intentaron buscarle virtudes y resaltarlas (sin demasiado éxito), y los más inteligentes, decidieron mantenerse al margen y ahorrarse los comentarios.
 Cuando a Adela no le quedaban más lágrimas, ni verdaderas ni improvisadas, la gente comenzó a irse. Querían dejarla sola con el dolor que seguramente ya no quería compartir con nadie más. Además, el olor de las flores había enturbiado el  aire hasta hacerlo irrespirable.
  El velorio terminó con un éxito que impresionó a la mismísima viuda. La concurrencia había sido extraordinaria, hubo más gente en su casa ese día que en los últimos quince años. Estaba por demás satisfecha, pero también exhausta.
  Se dejó caer en una de las sillas, mientras sentía que la habitación se enfriaba por la ausencia de voces. Pensó en lo aliviado que estaría su marido ahora que podía volver a su amada soledad y se enfureció. Ella sobraba, siempre fue así. Se levantó y fue a cambiarse, lista para irse lo más lejos de aquella casa, y de Ernesto.

No hay comentarios: