sábado, 26 de febrero de 2011

Adicción Modo On

Cuando sienta tu mano en mi espalda
yendo en picada y sin freno
no pienso quedarme en suspiros.
Por eso
no te asustes si te digo que te quiero,
no te pido que me digas yo también.
No te asustes y dame otro beso,
mientras jugamos a entender.
Cuando te vayas de mi madrugada
sin querer decir adiós,
yo tampoco lo pienso decir.
Por eso
no te asustes si te pido que te quedes,
sólo hazlo.
No te asustes y seamos sinceros,
nos enviciamos con caricias
y es tarde para alejarnos.

viernes, 25 de febrero de 2011

Jeux d'enfants!

Te desafío a que me quieras,
aunque se trate de mí y de vos.
Te desafío,
porque quiero ver que lo intentes,
porque quiero ver que resulte
y saber que no es imposible.
Necesito estar ahí,
mientras intentas sanar
mi memoria dolorida.
Necesito que te quedes conmigo,
y ver que tus ojos se vuelven espejo,
un observatorio directo de mi boca.
Te desafío a que me quieras,
y sea un juego sin final.

lunes, 21 de febrero de 2011

Libro abierto


Me estudia con cara de póker 
intentando (creo) adivinar lo que pienso.
No puede y se frusta.
Me acaricia los hombros.
Le sonrío por el intento.
Tomo sus manos,
beso su nariz
y lo tranquilizo revelándole el misterio:
"sí, te espero".


Despertamos.
Él de la siesta,
yo de la realidad.

sábado, 19 de febrero de 2011

El velorio


  Adela fruncía la nariz frente al espejo, se había descubierto unas arruguitas y estaba buscando la forma de disimularlas con una generosa cantidad de base. No consiguió un gran efecto, pero a su edad, no podía pretender que esos insolentes surcos desaparezcan por completo. Se aplicó rubor, pero no demasiado, y se delineó sutilmente los ojos. Siempre fue la misma coqueta, y no veía por qué cambiar ese día.
 Reparó en la hora, y se dio cuenta que le restaban sólo veinte minutos antes de que su casa estuviera infestada de gente. Hizo un repaso por las caras previamente ensayadas. Simplemente se concentró, y ahí estaba la tristeza, el dolor de la pérdida, los ojos llorosos, la pena en los labios. Perfecta. Ella era la perfecta viuda. Salió de la habitación con un impecable atuendo negro, y un pañuelo entre las manos, por si las dudas.
 La casa olía a flores, eso le daba náuseas. Las coronas se repartían en las esquinas de la sala, y con el correr de las horas, el olor se volvía más y más pesado. El timbre sonó, y contuvo el aliento antes de dirigirse hacia la puerta. Recibió con sonrisa rota las condolencias de familia, amigos, vecinos y gente que sinceramente no tenía idea de quienes eran, pero estaban ahí, y merecían verla triste.
 Adela iba y venía. Hablaba con todos, pero también se tomaba su tiempo sollozando junto al ataúd, hasta que alguien iba a consolarla. Apenas probó bocado, pero insistió en que todos tuvieran su taza de café llena. Era una estupenda anfitriona, ofrecía a todos lo que habían ido a buscar, y ellos estaban agradecidos.
 Ernesto, el marido de Adela (ahora difuntísimo), no era un hombre que cosechara muchas amistades. Siempre fue reacio a la vida social, y se mantenía al margen de los eventos que implicaran intimar con el prójimo. Su mujer fue la única, aparte de un par de excepciones, que lograron entenderlo e incluso quererlo como era.
 Adela en cambio era pura chispa, siempre sonriente. Desde que llegaron al barrio no hizo más que hacer amigos, que la invitaban a cenar junto a su esposo, y compartir alguna que otra reunión. Él sufría en cada encuentro, recluyéndose en el rincón más solitario de la habitación, y contestando con monosílabos cuando se le dirigían directamente.
 Con los años, eran pocos aquellos que aún toleraban su extraño comportamiento, y quienes no, comenzaron a alejarse de la pareja. Adela se encontró encerrada en su matrimonio, por primera vez se sintió sola. Lentamente, sus sentimientos por Ernesto se fueron manchando con resentimiento. Lo odiaba por alejarla de todos, y confinarla a una vida de ermitaña.
 Entre sorbos de café, los presentes hablaban sobre la viuda. Se compadecían de su dolor, y eso en algún punto los satisfacía, ellos no estaban sufriendo. Mucha hipocresía en aquel lugar tan chiquito, tanta que casi podía sentirse en el aire.
 Más tarde, la conversación se redirigió hacia Ernesto. Algunos lo criticaron sutilmente, otros intentaron buscarle virtudes y resaltarlas (sin demasiado éxito), y los más inteligentes, decidieron mantenerse al margen y ahorrarse los comentarios.
 Cuando a Adela no le quedaban más lágrimas, ni verdaderas ni improvisadas, la gente comenzó a irse. Querían dejarla sola con el dolor que seguramente ya no quería compartir con nadie más. Además, el olor de las flores había enturbiado el  aire hasta hacerlo irrespirable.
  El velorio terminó con un éxito que impresionó a la mismísima viuda. La concurrencia había sido extraordinaria, hubo más gente en su casa ese día que en los últimos quince años. Estaba por demás satisfecha, pero también exhausta.
  Se dejó caer en una de las sillas, mientras sentía que la habitación se enfriaba por la ausencia de voces. Pensó en lo aliviado que estaría su marido ahora que podía volver a su amada soledad y se enfureció. Ella sobraba, siempre fue así. Se levantó y fue a cambiarse, lista para irse lo más lejos de aquella casa, y de Ernesto.

sábado, 12 de febrero de 2011

La otra


   Un grito ahogado la despertó de una pesadilla. Respiraba con dificultad y sudaba frío. Se pasó una mano por la frente y la sintió ardiendo. Su vientre temblaba y aún no podía dominar la angustia que le hacía chirriar los dientes. Se estiró y encendió la luz. La habitación estaba igual que siempre, ordenada, como a ella le gustaba.

   Sin ganas se destapó, y trastabilló al salir de la cama. Echó un vistazo al reloj mientras se ponía las pantuflas. Eran apenas las tres de la mañana. Exhausta fue hasta el baño, y en el espejo vio a una completa extraña. Tenía la expresión cansada y los ojos hinchados y colorados, la boca contraída en una mueca de disgusto, los pómulos delgados y sin brillo. Parecía otra. Se tocó el rostro intentando reconocerse con desesperación. Forzó una sonrisa, pero el resultado no la complació.

   Cayó en la cuenta de que no era la primera vez que esto le sucedía, sino que había adquirido una sombría rutina. Noches cortas y alborotadas, desvelos prolongados y angustiosos. Reconocimientos que terminaban en nada. La memoria se le había vuelto difusa. Todos los recuerdos se mezclaban desde el accidente. Se lamentaba cada noche, cuando en sueños las imágenes y los gritos la golpeaban sin culpa.

  Dio unos pasos hacia atrás. Mirándose fijo en el espejo improvisó unas posturitas. Seguía siendo hermosa, pero estaba demasiado delgada. Casi raquítica. Parecía débil y a punto de desaparecer. Decidió volver a la cama. Al fin había dejado de llorar. Se tapó hasta la cabeza y comenzó a tararear una canción conocida. Cuan desprotegida se sentía ahora. Estaba sola, más que sola.

  Hace mucho nadie se acordaba de ella, todo por culpa del accidente. Cerró los ojos y los hechos comenzaron a sucederse como diapositivas acusadoras. Esa mañana Melisa estaba furiosa con todos, pero más que nada consigo misma. Necesitaba ganar el caso que tenía entre manos, era una cuestión que la obsesionaba, tanto así que casi no veía a su esposo. Tenía decenas de reclamos en su haber, pero nada le importaba. Claro que ese día algo fue diferente. Él insinuó algo respecto a tomarse un tiempo, y ella enloqueció.

  Recordó haberlo llamado por todos los nombres malos que conocía y salir pitando de la casa. Oyó el golpe que le dio a la puerta. Luego subió al auto, y no pudo contener más las lágrimas. Se sentía en extremo culpable. Era demasiado egoísta y superflua, pero no le interesaba realmente cambiar. Eso era lo que más culpa le daba.

   Su celular comenzó a sonar en forma insistente. Bajó la vista para buscarlo en la cartera. Tal vez atendió. Tal vez era Fausto. Tal vez le pidió perdón. Tal vez le dijo te amo.  De nuevo la soledad de la habitación y el silencio ensordecedor.

   La tranquilidad fue rota por una llave girando en la cerradura. Unos pasos lentos y pesados se oyeron en el corredor. Melisa abrió los ojos de golpe y se incorporó en la cama. Juntó las manos sobre el regazo y aguardó expectante.

   Era él. Al fin llegaba.

   Otros pasos más firmes la desconcertaron. Su rostro se contrajo, Fausto no estaba solo. Una voz dulce susurraba cerca de la habitación, pero no pudo entender las palabras. Se escondió entre las sábanas. Su marido estaba con otra mujer, los dos riendo sonoramente. Las voces se oyeron más claro:  “que gran noche Lucila, al fin solos”. Melisa se quedó petrificada, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

   Los suspiros, los llantos, el amor y el dolor se mezclaron en el ambiente cálido de la habitación. Melisa no entendía por qué no la veían, por qué no la oían ¿Acaso era invisible? ¿Su marido era tan descarado como para fingir no distinguirla entre las sábanas? Entonces él y la mujer se tumbaron en la cama. Melisa sufrió el impacto del cuerpo de Lucila sobre el de ella. Pero de alguna manera ambas compartían el mismo espacio. Por segundos fueron una, hasta que Lucila se movió hacia un lado.

   Era una locura. “Es un sueño -pensó Melisa-, todavía estoy dormida". Saltó de la cama. Los vio besarse. Enfurecida comenzó a vociferar, pero no la oían, era como si no existiese. Esa idea se expandió en su cabeza como una ráfaga, dejándola sin aliento. Los contempló unos segundos más, hasta que sus lágrimas la desdibujaron hasta borrarla por completo de la habitación y de este mundo.       
22/10/10
Cuento recuperado...

martes, 8 de febrero de 2011

If the rain must fall ♪

Vas a jugar con la lluvia
mientras me río desde la ventana
contemplando tu delirio.

Te miro buscarte en los charquitos
descubriéndote más linda
como yo te veo siempre.

Suspiro de envidia
cuando una gota te moja los labios
y dibuja un puente hasta tus hombros.

  Me regalas una sonrisa
giras sobre tus pies 
y te volvés olvido.



lunes, 7 de febrero de 2011

Promesas son promesas

  Era una tarde como cualquier otra, tomando como parámetros: enero, La Plata, humedad y un alerta meteorológica desde hacía dos días.
  Catalina estaba en la puerta de su casa, con las llaves en la mano, pensando. Era la décima vez en el mes que hacía esto, y aún no lograba sentirse como una persona remotamente normal. Levantó la vista del suelo, y saludó a su vecino con una sonrisa que le pareció demasiado forzada. Al parecer, para don Ignacio no lo fue, porque le correspondió el saludo y se quedó observándola unos segundos. No podía culparlo, hasta ahora nadie había descubierto la verdad sobre ella.
  Repasó mentalmente la dirección a la cual debía ir, el micro que tenía que tomar y calculó el tiempo. Llegaría puntual, cosa que la sorprendía gratamente. Palpó sus bolsillos, para corroborar que llevaba el celular y la billetera, todo estaba en su lugar. Se guardó las llaves y empezó a caminar.
 Iba mirando el asfalto, aunque cada tanto reparaba en el cielo agarrotado de nubes grises y pesadas. Se arrepintió un par de veces, y estuvo a punto de volver sobre sus pasos, pero no lo hizo. Se forzaba hasta límites insospechados, y lo sabía, pero no le importaba. Promesas son promesas.
 Mientras esperaba el micro se puso los auriculares, y empezó a escuchar esos temas que la dejaban con un suspiro en la garganta. Sus ojos se vidriaron y su respiración se aceleró. Otra vez el cuerpo le declaraba la guerra, en vez de ayudarla en su tarea. Doble combate para Catalina, que sentía la debilidad en sus rodillas, a punto de doblarse por el esfuerzo.
  Llegó al lugar pactado, una esquina transitada de la ciudad, y ahí la esperaban un par de ojos curiosos y verdes. Tomó el papel que le correspondía, y comenzó con los diálogos tantas veces ensayados, tantas veces puestos en práctica.
  Catalina hizo un análisis detallado de Santiago (o Lucas, da igual el nombre). Tenía frente amplia, nariz recta y linda sonrisa, pero no como la de él. Mmm tal vez se le parecía cuando movía la cabeza, riendo por sus ocurrencias. Caminaba chistoso, con una parsimonia casi exasperante. Le había regalado un chocolate, lo cual la hizo enternecer, pero no conseguía impactarla, nadie podía. Todos eran distintos, pero iguales a sus ojos, no eran él.
 La tarde se vio interrumpida por una nube caprichosa que insistió en descargarse sobre ellos. Catalina se mostraba dulce, representaba su papel muy bien, pero por dentro estaba vacía. Nada le hacía realmente gracia, ni tampoco la conmovía. Santiago contaba anécdotas, hablaba de lo bueno de haberla conocido, y ella permanecía inmutable. Se sintió una roca, un despojo de lo que había sido una vez.
 Desde que él la dejó, cansado de luchar contra su corazón, Catalina no fue la misma. Algo dentro suyo se rompió, e hizo uno de esos destrozos imposibles de arreglar. Ella estuvo junto a su almohada mucho tiempo, jugando a la enfermera, la analista, la confesora, intentando salvarlo de sí mismo. Nada pudo hacer, él se fue, con un te quiero entre los labios, y el pedido de que ella siga adelante. Promesas son promesas.
 Durante semanas no pudo volver en sí, sólo pensaba en el giro que habían tomado las cosas. Primero tenía lo que mas quería ahí, sólo para ella, luego todo se desvanecía en apenas un minuto.
 Un día, tal vez de la nada, volvió a ser un poquito más ella, y comenzó con la "cacería de rasgos". Salía con unos y otros, chicos que le recordaban a él. Algunos tenían su mirada compasiva, su sonrisa brillante, su pelo siempre despeinado, su andar tranquilo, su humor incisivo. Todos tenían algo y nada, porque no podían traerla de vuelta a la realidad, sino apenas concederle pantallazos.
 Santiago la estudiaba, y no podía entender cómo en ciertas ocasiones Catalina se volvía charlatana y vivaz, y en otras tímida e introspectiva, era un caso especial. Eso lo atraía, la ambigüedad en su forma de ser. Pero ella sólo buscaba un parecido, un indicio de que su amor estaba por ahí, cerquita de su piel.

viernes, 4 de febrero de 2011

Sangre

Salta
Corre
Hace un stop violento
se controla
pierde la calma
arde
vuelve a arder
Golpea las venas
ahoga al corazón
empuja el sentido
Y se retrae
(me besaste)

miércoles, 2 de febrero de 2011

"Calladita"

Tiembla ante la llegada
de esa voz asquerosamente familiar.
"Chiquita" le dice
y ella va con la cabeza gacha.

Se traga una palabra tras otra
consumiendo veneno puro
asqueada por la rabia.
Tiene los labios marchitos
oscuros y herrumbrosos
de tanta humedad salada.
El odio se perfila en su ojos
encendido como fuego
en sus pupilas carmesís.

Tiembla, él la toca
mientras desgarra su inocencia.
"Calladita" le dice
y ella se muerde la lengua para no gritar.