Adoro viajar, olvidarme de las diagonales por un rato y sacarme la humedad de encima. Adoro sentir el vientito en la cara, despeinándome las ideas y aireando la ciudad de mis pestañas. Adoro saborear la ruta con los ojos, mientras mastico sugus de frutilla y escucho la música bien alto.
Durante los viajes, mi mente tiene la odiosa costumbre de reforzar su actividad. Organiza recuerdos, clasifica miradas, saca en limpio sueños viejos y se encarga de darle vueltas a problemas de difícil (entiéndase casi nula) solución. Y yo, no puedo más que dejarme llevar por su cavilaciones.
Mi última travesía no fue la excepción, y los kilómetros que recorría se convirtieron en horas de auto-análisis, tres y media para ser precisa. Primero comenzaron los planteos comunes e inofensivos respecto al año que pasó, el típico balance. Pero con la ciudad cada vez más lejos, mis pensamientos se dirigieron hacia terrenos más sensibles y peligrosos, al menos para mis nervios.
Media docena de veces, mi mente inquieta quiso reflotar un recuerdo. No me agradó la idea y puse algo de torpe oposición. Por un hueco sin cubrir, se asomaron un beso inquieto y un abrazo que casi asfixia. Mis ojos se volvieron cristalinos, le eché la culpa a una basurita y sonreí.
Volví a la seguridad de las carcajadas entre amigos, los moretones con anécdota, las películas que vi, los libros que devoré. Pero entre tanto revuelo de ideas, siempre se colaba ese nombre y esos ojos. Finalmente, mi tenacidad fue la que se tomó vacaciones, y luego de varias intentonas inútiles, dejé que mi mente jugara conmigo un rato.
En el horizonte se perfiló su rostro haciéndome muecas, y no desvié la mirada. La luz opaca del ocaso sólo reforzó la imagen nítida de nosotros dos, juntos. Aplaudí la fiel creación. Sacudí la cabeza y volví a mi asiento. Los viajes siempre consiguen que vea las cosas que me cuestan ver.
Mi última travesía no fue la excepción, y los kilómetros que recorría se convirtieron en horas de auto-análisis, tres y media para ser precisa. Primero comenzaron los planteos comunes e inofensivos respecto al año que pasó, el típico balance. Pero con la ciudad cada vez más lejos, mis pensamientos se dirigieron hacia terrenos más sensibles y peligrosos, al menos para mis nervios.
Media docena de veces, mi mente inquieta quiso reflotar un recuerdo. No me agradó la idea y puse algo de torpe oposición. Por un hueco sin cubrir, se asomaron un beso inquieto y un abrazo que casi asfixia. Mis ojos se volvieron cristalinos, le eché la culpa a una basurita y sonreí.
Volví a la seguridad de las carcajadas entre amigos, los moretones con anécdota, las películas que vi, los libros que devoré. Pero entre tanto revuelo de ideas, siempre se colaba ese nombre y esos ojos. Finalmente, mi tenacidad fue la que se tomó vacaciones, y luego de varias intentonas inútiles, dejé que mi mente jugara conmigo un rato.
En el horizonte se perfiló su rostro haciéndome muecas, y no desvié la mirada. La luz opaca del ocaso sólo reforzó la imagen nítida de nosotros dos, juntos. Aplaudí la fiel creación. Sacudí la cabeza y volví a mi asiento. Los viajes siempre consiguen que vea las cosas que me cuestan ver.

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