miércoles, 14 de mayo de 2014

Experiencia Premium


Julián González casi no pudo dormir esa noche. Había discutido con su mujer porque la salsa de los ravioles estaba muy ácida, aunque en realidad no le importaba eso, sino el desprecio con que lo había mirado cuando se lo hizo notar. Las cosas no estaban bien, ni entre ellos ni en el país. Para esa mañana estaban programados tres piquetes y hacia la tarde la cantidad se multiplicaría por cuatro. Un verdadero caos.

La familia Anderson llegaría en una hora y todo estaba perfectamente planificado. Julián había cruzado información entre diez policías, cinco sindicalistas y siete piqueteros que le debían varios favores, y que por supuesto tendrían su debida comisión. Los Anderson pagaban muy bien. El más excéntrico era el padre, un cuarentón inglés demasiado tranquilo y con atracción por la contemplación de la miseria. La mujer simplemente lo seguía y cuidaba de sus hijos, dos niños flacos y rubios que sentían desprecio por todo lo diferente.

En la calle todos estaban nerviosos. A la menor distracción de un conductor el resto le tocaba bocina hasta aturdirlo, y los peatones tenían que correr sino querían ser atropellados. Julián llamó a la oficina y avisó que estaba en camino al aeropuerto. A los pocos minutos llegó, estacionó y fue a buscar a sus clientes.

— ¡Buenos días, buenos días! Qué gusto que estén aquí nuevamente, esta vez sí que tienen para entretenerse. —Julián habló con su tono más simpático y vendedor. El show había comenzado.

—El gusto es nuestro, tenemos muchas expectativas. —El señor Anderson extendió la mano y sonrió mostrando sus dientes recientemente blanqueados. —Desde el avión distinguimos un poco de humo, ¿puede ser?

—Sí, sí. Hace unas horas comenzaron a quemar gomas en diferentes puntos de la ciudad. Sería conveniente comenzar hoy mismo con el recorrido… a menos que quieran irse a descansar. —Julián percibió la impaciencia en los rostros de los viajeros, y a pesar de que hubiera dado lo que sea por ver el estreno de la película de Olivera, suspiró y los guió hacia su auto.

—Vamos entonces.

Los Anderson habían comprado el paquete Premium. La oficina de turismo de la ciudad de Buenos Aires les ofrecía alojamiento, comida y un guía para el tour principal: los piquetes. Julián no entendía por qué los extranjeros tenían esa morbosa fascinación por ver cómo la gente prendía fuego las gomas de los autos, pero ese no era su problema. Él hubiera gastado toda esa plata en una lancha y se hubiera perdido en el Tigre durante un mes, pero qué importaba.

La primera parada fue a las once, en pleno microcentro, con varias docenas de encapuchados rodeando tachos de basura en llamas. Algunos llevaban carteles de reclamo y de lucha, otros simplemente puteaban a diestra y siniestra a todo aquel que se reconociera político.

El señor Anderson sacó su cámara y se acercó lo más posible. Con pasión antropológica fotografió los pies descalzos, las panzas escuálidas, los rostros sucios de cenizas. Pero una nena jugando con el fuego le llamó tanto la atención que no escuchó las advertencias a su alrededor. Cuando terminó, volvió con su familia.

—Linda la criatura, ¿no? Parece un animalito fascinado por el calor.

Julián apenas pudo contener las ganas de vomitarle encima. Pero caminó hasta el auto con su mejor sonrisa, pensando cómo sería de fácil que una bala perdida terminara en su cabeza.

                         

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