Julián González casi no pudo dormir esa noche. Había
discutido con su mujer porque la salsa de los ravioles estaba muy ácida, aunque
en realidad no le importaba eso, sino el desprecio con que lo había mirado
cuando se lo hizo notar. Las cosas no estaban bien, ni entre ellos ni en el
país. Para esa mañana estaban programados tres piquetes y hacia la tarde la
cantidad se multiplicaría por cuatro. Un verdadero caos.
La familia Anderson llegaría en una hora y todo estaba
perfectamente planificado. Julián había cruzado información entre diez
policías, cinco sindicalistas y siete piqueteros que le debían varios favores,
y que por supuesto tendrían su debida comisión. Los Anderson pagaban muy bien.
El más excéntrico era el padre, un cuarentón inglés demasiado tranquilo y con
atracción por la contemplación de la miseria. La mujer simplemente lo seguía y
cuidaba de sus hijos, dos niños flacos y rubios que sentían desprecio por todo
lo diferente.
En la calle todos estaban nerviosos. A la menor distracción
de un conductor el resto le tocaba bocina hasta aturdirlo, y los peatones
tenían que correr sino querían ser atropellados. Julián llamó a la oficina y
avisó que estaba en camino al aeropuerto. A los pocos minutos llegó, estacionó
y fue a buscar a sus clientes.
— ¡Buenos días, buenos días! Qué gusto que estén aquí
nuevamente, esta vez sí que tienen para entretenerse. —Julián habló con su tono
más simpático y vendedor. El show había comenzado.
—El gusto es nuestro, tenemos muchas expectativas. —El señor
Anderson extendió la mano y sonrió mostrando sus dientes recientemente
blanqueados. —Desde el avión distinguimos un poco de humo, ¿puede ser?
—Sí, sí. Hace unas horas comenzaron a quemar gomas en
diferentes puntos de la ciudad. Sería conveniente comenzar hoy mismo con el
recorrido… a menos que quieran irse a descansar. —Julián percibió la
impaciencia en los rostros de los viajeros, y a pesar de que hubiera dado lo
que sea por ver el estreno de la película de Olivera, suspiró y los guió hacia
su auto.
—Vamos entonces.
Los Anderson habían comprado el paquete Premium. La oficina
de turismo de la ciudad de Buenos Aires les ofrecía alojamiento, comida y un
guía para el tour principal: los piquetes. Julián no entendía por qué los
extranjeros tenían esa morbosa fascinación por ver cómo la gente prendía fuego
las gomas de los autos, pero ese no era su problema. Él hubiera gastado toda
esa plata en una lancha y se hubiera perdido en el Tigre durante un mes, pero qué
importaba.
La primera parada fue a las once, en pleno microcentro, con
varias docenas de encapuchados rodeando tachos de basura en llamas. Algunos
llevaban carteles de reclamo y de lucha, otros simplemente puteaban a diestra y
siniestra a todo aquel que se reconociera político.
El señor Anderson sacó su cámara y se acercó lo más posible.
Con pasión antropológica fotografió los pies descalzos, las panzas escuálidas,
los rostros sucios de cenizas. Pero una nena jugando con el fuego le llamó
tanto la atención que no escuchó las advertencias a su alrededor. Cuando
terminó, volvió con su familia.
—Linda la criatura, ¿no? Parece un animalito fascinado por
el calor.
Julián apenas pudo contener las ganas de vomitarle encima.
Pero caminó hasta el auto con su mejor sonrisa, pensando cómo sería de fácil
que una bala perdida terminara en su cabeza.
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