miércoles, 7 de mayo de 2014

El escondite perfecto




Todas las tardes después del jardín, Noel venía a jugar a lo de mi abuela. Era mi mejor amiga pero nos peleábamos mucho. Casi siempre la discusión surgía porque una quería jugar a una cosa y la otra no, entonces nos demorábamos un tiempo infinito en decidirnos. Cada una daba sus argumentos, algunos racionales, otros afectivos, algunos, incluso, amenazantes. Luego se escuchaba a la otra y negociábamos. Generalmente yo era mejor oradora y ganaba, pero ella lloraba y a mí me daba culpa, entonces le daba el gusto.

Ese día, sin embargo, ella tenía muy buen humor. Las dos estábamos colgadas de la calesita para tender la ropa, pateando el aire y sintiendo cómo se nos estiraba toda la espalda. Habíamos terminado de tomar la leche hacía un rato y ya nos estábamos aburriendo.

—Hoy nos toca la escondida, ayer hicimos lo que vos querías—dije dando mi primera y más valiosa razón. Sin embargo, traté de no parecer tan desesperada, aunque lo estaba. Después de cansarme de que siempre me encuentre debajo de la cama o atrás de la pileta del baño, había dado con el escondite perfecto.

Yo siempre fui un poco más valiente que Noel. Ella le tenía miedo a las alturas, a los perros, a la oscuridad, a las malas palabras y a mí cuando tenía ideas locas. Por ejemplo, casi se muere cuando me vio saltar desde el paredón de mi abuela hasta un inflable que puse estratégicamente en el centro del patio; o cuando casi prendo fuego la casa por querer descubrir las propiedades de crecimiento del fuego. Por eso, sabía que ésta vez ella no me iba a ganar.

—Ay, Bárbara, pero es re aburrido, siempre te encuentro enseguida—me contestó, y sentí que casi perdía.

—Pero, pero, ésta vez te voy a sorprender. Dale, tonta, juguemos y te dejo elegir el resto de la semana—contraataqué defensivamente, sabiendo que era una oferta que no podía rechazar.

Ella aceptó, por supuesto, y se fue derechita a la pared del patio a contar. Hace mucho tiempo habíamos dejado de usar números. Para que no hubiera trampas ni errores, repetíamos  “sobreesdrújula” diez veces, lo que nos permitía llevar el registro con los dedos de las manos.

Ni bien Noel comenzó a contar, salí corriendo por el pasillo, la despisté moviendo la puerta del baño y de la pieza que había sido de mi mamá, y me fui hasta la de mis abuelos. Allí comenzó el desafío. Mi escondite era  el último módulo del placard, donde se guardaban las sábanas. Era perfecto: alto, bien alto.

Me paré en la cama tratando de no pisar el acolchado, abrí un poco la primera puerta del placard donde había una repisa que me serviría de apoyo y trepé después de dar un preciso salto. Una vez arriba, entrecerré la puertita para que corriera el aire y esperé.

Noel ya había empezado a buscarme. Escuché sus pasos en la cocina cuando vi entre las sábanas una bolsita de los mandados llena de papelitos. Haciendo el menor ruido posible la abrí y lancé un grito. Una por una fui sacando las cartas que le había hecho a Papa Noel, a los Reyes Magos y al Ratón Pérez. Todas cartas que mi mamá me había visto escribir y juró entregar. Entonces sentí que Noel entraba en la pieza y me escuché respirar fuerte, conteniendo las lágrimas. Y vi como un palo de escoba abría la puerta de mi escondite, del escondite de todos.

—¡¡¡Te encontré!!!




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