Todas las tardes después del jardín, Noel venía a jugar a lo
de mi abuela. Era mi mejor amiga pero nos peleábamos mucho. Casi siempre la
discusión surgía porque una quería jugar a una cosa y la otra no, entonces nos
demorábamos un tiempo infinito en decidirnos. Cada una daba sus argumentos,
algunos racionales, otros afectivos, algunos, incluso, amenazantes. Luego se
escuchaba a la otra y negociábamos. Generalmente yo era mejor oradora
y ganaba, pero ella lloraba y a mí me daba culpa, entonces le daba el gusto.
Ese día, sin embargo, ella tenía muy buen humor. Las dos
estábamos colgadas de la calesita para tender la ropa, pateando el aire y
sintiendo cómo se nos estiraba toda la espalda. Habíamos terminado de tomar la
leche hacía un rato y ya nos estábamos aburriendo.
—Hoy nos toca la escondida, ayer hicimos lo que vos
querías—dije dando mi primera y más valiosa razón. Sin embargo, traté de no
parecer tan desesperada, aunque lo estaba. Después de cansarme de que siempre
me encuentre debajo de la cama o atrás de la pileta del baño, había dado con el
escondite perfecto.
Yo siempre fui un poco más valiente que Noel. Ella le tenía
miedo a las alturas, a los perros, a la oscuridad, a las malas palabras y a mí
cuando tenía ideas locas. Por ejemplo, casi se muere cuando me vio saltar desde
el paredón de mi abuela hasta un inflable que puse estratégicamente en el
centro del patio; o cuando casi prendo fuego la casa por querer descubrir las
propiedades de crecimiento del fuego. Por eso, sabía que ésta vez ella no me
iba a ganar.
—Ay, Bárbara, pero es re aburrido, siempre te encuentro
enseguida—me contestó, y sentí que casi perdía.
—Pero, pero, ésta vez te voy a sorprender. Dale, tonta,
juguemos y te dejo elegir el resto de la semana—contraataqué defensivamente,
sabiendo que era una oferta que no podía rechazar.
Ella aceptó, por supuesto, y se fue derechita a la pared del
patio a contar. Hace mucho tiempo habíamos dejado de usar números. Para que no
hubiera trampas ni errores, repetíamos
“sobreesdrújula” diez veces, lo que nos permitía llevar el registro con
los dedos de las manos.
Ni bien Noel comenzó a contar, salí corriendo por el
pasillo, la despisté moviendo la puerta del baño y de la pieza que había sido
de mi mamá, y me fui hasta la de mis abuelos. Allí comenzó el desafío. Mi
escondite era el último módulo del
placard, donde se guardaban las sábanas. Era perfecto: alto, bien alto.
Me paré en la cama tratando de no pisar el acolchado, abrí
un poco la primera puerta del placard donde había una repisa que me serviría de
apoyo y trepé después de dar un preciso salto. Una vez arriba, entrecerré la
puertita para que corriera el aire y esperé.
Noel ya había empezado a buscarme. Escuché sus pasos en la
cocina cuando vi entre las sábanas una bolsita de los mandados llena de
papelitos. Haciendo el menor ruido posible la abrí y lancé un grito. Una por
una fui sacando las cartas que le había hecho a Papa Noel, a los Reyes Magos y al
Ratón Pérez. Todas cartas que mi mamá me había visto escribir y juró entregar.
Entonces sentí que Noel entraba en la pieza y me escuché respirar fuerte,
conteniendo las lágrimas. Y vi como un palo de escoba abría la puerta de mi
escondite, del escondite de todos.
—¡¡¡Te encontré!!!

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