Se refugia en el techito ese de allá. El frío le duele hasta
bien adentro, sube desde los pies desnudos y pega el grito en el pecho. No
llora, aprieta los dientes y el alma en sincronía, pero no llora.
Hace meses asumió que esa era su vida, que no podía hacer
más que correr bien lejos cuando todo empezaba y, en lo posible, también cuando ya se iba a terminar. Siempre era lo mismo, un concierto infinito
de gritos chillones, de gritos graves, fuertes, lacónicos, lastimeros. Y un
golpe, y otro, y uno más por las dudas, para que entienda ella, para que te
calles vos.
El techito susurra el consuelo que nadie le da, el niño que
ya no es niño se sienta en el suelo. Todos pasan sin notarlo, es invisible, una
foto perdida de una vieja polaroid, la marca del cuerpo húmedo que nadie podrá
identificar.
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