Desde las nubes algo
anuncia tormenta, viento y granizo, la clase de evento meteorológico que desata la furia de conductores y
transeúntes. Desde más allá alguien se refugia debajo de un techito.
Era un murciélago
embarazado ese bulto atrás del tacho de basura, negro y viscoso se movía al
ritmo de las primeras gotas y de los pies chapoteadores. Un relámpago ilumina
su ojitos saltones y hace foco en su vientre hinchado. El refugiado no se
inmuta ni hace nada por proteger a esa minúscula familia. Simplemente, como
todos, espera que pase la tormenta.
“Cuando volví a mirar
ya no era uno, sino dos los seres a la intemperie”, le cuenta el hombre al
primer alma que se le cruzó post temporal. “Pero
tengo miedo de volver a buscarlos”, dice con culpa, “aunque debería”. Manos en los bolsillos. Y así esconde la mirada de su
interlocutor, se aprieta los dedos, putea bajito.
El cielo sigue oscuro y hay varios autos abollados. El ex
refugiado ahora culposo piensa en el destino de las criaturas, se horroriza
seguro de que el tacho no pudo protegerlos demasiado. Entonces escucha que viene un rumor tenue desde las nubes, un
viento aclarador; y más allá el lamento mudo de cuatro ojitos cerrados.
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